miércoles, 13 de mayo de 2015

Girlhood: Un diamante negro en París


Sucede en París, pero el escenario podría ser cualquier otro porque las protagonistas de esta historia no pasean ni por la torre Eiffel ni por los campos Elíseos. Los diamantes de esta película se mueven en otro mundo, por los barrios donde la ley más importante es la de la calle y donde es la reputación, y no el bolso de marca que luzcas por Avenida Montaigne,  la que grita tu estatus.


Las cuatro Rihannas no solo comparten color de piel, cachimba y vestidos, sino también una exclusión social, cultural, racial y de género. Marianne, de origen senegalés, es la más joven y la que luchará por encima de todo para tratar de cambiar las condiciones que la vida le ha ido dando. “Ya has repetido tres veces. No puedo mandarte al instituto” dice la profesora mientras la estudiante suplica. “Tiene que dejarme ir. Usted no lo entiende”. Sin embargo, ningún ruego es suficiente y Marianne termina convirtiéndose en el que puede ser el reflejo de cualquier adolescente expulsado de su vida estudiantil. Y es que, con una familia desestructurada, junto a un hermano violento, un amor prohibido y con demasiadas responsabilidades a su espalda para su edad, Marianne termina tomando el camino que ninguna madre quiere para sus hijos.

Lo extraordinario, es que el espectador deja su instinto maternal a un lado y termina empatizando con la protagonista, comprendiendo el porqué de ése camino y no otro, y todos en la sala acaban siendo un poco Marianne. La integración en cada grupo es su salvación y en su vereda no hacen más que crecer espinas que complican la entrada al mundo adulto de esta adolescente con ganas de volar y hacerse un hueco en un mundo donde los hombres ponen las normas.

Y todo ello, con una fotografía sobria, sin mucha excentricidad y que no busca sorprender, sino contar. Planos que valoran los silencios, las miradas y que cuentan a gritos los sentimientos que los personajes callan. Primerísimos planos, ojos que se inundan, manos que se aprietan en medio de una habitación en penumbra… cientos de detalles y símbolos que actúan como puntadas de hilo remendando aún más una historia tan común como la vida misma. Ese moño que se convierte en coleta y meses después en una melena adornada con horquillas, esas zapatillas que se sofistican y pisan suelos manchados de violencia o ese colgante que se desabrocha cuando la peluca blanca sale a escena. 
 

 Parece mentira que parezca tan real una historia tan compleja interpretada por actrices tan nóveles. “Realizamos los casting en la calle, incluso fuimos a conciertos de Rihanna” decía en una entrevista Céline Sciamma, directora de la película. Pero la complicidad de las actrices y su carisma acaban conquistando al espectador y metiéndoselo en el bolsillo, como hacía Marianne con la navaja. Es la cuarta película de Céline y casualmente, o no, comparte temática con sus dos trabajos anteriores, Tomboy de 2011 y Pauline, cortometraje de 2009; la búsqueda de identidad, el lugar de la mujer en la sociedad, la exclusión social, la amistad, la adolescencia…

Curioso abrir el telón con un equipo de fútbol americano en el que no se distingue si quienes juegan son hombres o mujeres y bajarlo con una misma ambigüedad en las respuestas y en la vestimenta, donde la feminidad se pierde de nuevo entre ropas anchas. Un acierto que equilibra esos fundidos que, pese a aportar un toque documental, frenan la trama y descolocan al que se encuentra en la butaca, que no sabe si hay que levantarse o todavía el celuloide continúa proyectando.

En definitiva, una espiral de circunstancias donde el destino de la protagonista pasa de mano en mano como el ovalado balón del partido de fútbol americano y donde el espectador termina queriendo formar parte de ese equipo para agarrar el balón y marcar, por fin, un touchdown a favor de Marianne.

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